Inflación deportiva
Creo que empecé a cogerle manía al deporte cuando advertí que su tratamiento informativo no obedecía a las mismas leyes que rigen el periodismo convencional. Aquel recurso retórico que los latinos denominaron amplificcatio, consistente en inflar cualquier asunto, por baladí que sea, ha encontrado en el periodismo deportivo su apoteosis. Basta por ejemplo que dos compañeros de equipo balompédico se sacudan un sopapo en un entrenamiento, al calor de una rebatiña, o que el entrenador de tal equipo haya cruzado unas palabras agrias con uno de sus pupilos, para que los telediarios inauguren su emisión con las declaraciones balbucientes de los implicados, relegando a la condición de comparsa cualquier otro asunto de la política doméstica o internacional.
Otra circunstancia que me desagrada de la información deportiva es que en ella se alternan los periódicos arrebatos de euforia y las incursiones depresivas también periódicas. Al concluir cualquier campeonato internacional, después de haber sido vapuleada con derrotas ignominiosas, los informadores deportivos coinciden en afirmar que nuestra selección la componen un hatajo de vagos y señoritingos de mierda, más dispuestos a forrarse que a sudar la camiseta. Una vez extinguidos los ecos del cataclismo, y a medida que la selección autóctona se repone del varapalo recibido con victorias en fases clasificatorias ante potencias del calibre de San Marino o Bielorrusia, comienzan las tibias palinodias.
El patrioterismo, en fin, es otra circunstancia que infla la información periodística hasta extremos paroxísticos. Basta que un español obtenga un éxito en tal o cual disciplina deportiva, por marginal o exótica que sea, para que de inmediato dicha disciplina adquiera una preponderancia aplastante sobre otras que tradicionalmente suscitaban mayor interés. Ocurrió, hace unos años, con las carreras de rallies: hasta que Carlos Sainz no empezó a ganar trofeos, los avatares de este deporte suscitaban los mismos entusiasmos que los documentales sobre la producción de los mejillones. Lo mismo ocurrirá con las carreras de Formula1, ese videojuego de alto presupuesto; cuando nuestro compatriota Alonso deje de ser el más rápido, por desgana o jubilación anticipada, las vicisitudes del circuito automovilístico, que ahora nos mantienen en vilo, volverán a convertirse en un galimatias soporífero.
Pero, entre tanto, nos toca perecer ahogados por la inflación deportiva.